Lugares (Privados, Boliches, etc.)

Dicen -lenguaje objeto- que mis escaladas sexuales, más que un poder natural, parecen un género literario. No sé si es así. Si sé que debo hacer una advertencia: deberán brindarme el handicap adecuado pues –lejana la data de mi fundación- mi memoria es flaca o, cuando menos, confusa. Esquirlas, destellos que llegan del fondo de los tiempos, como esas luces que son detectadas por los telescopios miles de años después de que una estrella remota se apagó. Siempre con la sombra de la duda debido a las grietas o a los riesgos de la equivocación, dada por la profusión de gatas en el rígido de mi balero. Puede suceder, dentro de una misma xp, que una gheisa esté tirando un centro y cabeceándolo simultáneamente. Puede suceder aun, que precise del aval de un buceador táctico que testifique –en mi contra- que una cosa es ser profundo, y otra haberse venido abajo.
Con una sombra de barba a la que sólo le faltaba una remera de esas con reproducciones de los esqueletos del grabador mexicano Guadalupe Posadas me adentré al pv. Estaba exultante, como esos perritos que viven encerrados en un depto y, de repente, son largados al parque. La recepcionista intentó trabajarme de boquilla, sin intentar hacerme la bicicleta, lo cual hubiese tarjeteado con una roja por considerarla una actitud antideportiva, un gesto indigno en una profesional. Me cantó de una, bichándole las patas a la sota, que parte del equipo titular había iniciado un delivery procurando experiencia, quedando en tierra templaria una de sus integrantes que, como los abarimones, no podía respirar otro aire que no fuese el del terruño. Pronunció "Romi", y descendió ese nombre a mis pabellones auditivos como un abracadabra, por lo que decidí enchufar una elipsis con fundido a negro. Atravesé solito el breve pasillo -con piso de parquet- que me conducía a la catrera, no siendo necesario escrutar, endemientras transcurría la travesía, pormenores de la cocina, el living o el biorse. Eso sí, la ubicación de algunos objetos, en el impecable depto, no serían del agrado de algún torcedor del feng-shui. Aún no acababa de cerrar la puerta cuando ingresó -con un joggin blanco mortal- nuestra matadora de brújulas. Y digo esto, no con un aire peyorativo, sino como epíteto hacia alguien que no lagunea, teniendo -como los grandes bomberos- vocación de servicio. Cerró los carocitos, paseando una mano por el pelo y con la velocidad imprevisible de una laucha la tenía encima de mí. Mis neuronas eran una banda de atletas ciegos ante su marcha descomunal, murciélagos que procuraban “quizᔠresultados inmediatos en la caverna platónica. La personificación del “quizᔠes un recurso favorito en Nietzsche, uno de los preferidos de tinfierro. En “Así habló Zaratustra”: “Ahí está la barca, quizá navegando hacia la otra orilla que la conduzca a la nada” (Sic). En cualquier caso, quién querría embarcarse en ese “quizá”. Más allá de eso, y vamos a lo que nos importa, ella parece no poder controlarse, ¡es como el perro de Pavlov! Tiene huellas metalúrgicas: pielcita de seda y estructura de acero.
Esto sucedió en la mañana del sábado y sé que el tiempo puede distorsionar algo las cosas, como se distorsionan un poco los objetos vistos bajo el agua. Haber tenido -en las gateras- un encuentro con Guada había acrecentado mi tesón por la abanderada guaraní. "Sólo el amor pasajero es eterno, el amor que se va pero no muere. La constante ausencia provoca que estos romances se idealicen y duren para siempre", dibujó Macedonio en uno de sus brolis.
Tenía el muñeco ausente de cuerda, por lo que comencé a frotar el ekeko en el afán de verlo crecer rápido. Era posta que mi ello y mi super-yo habían explotado en una guerra final. Iniciamos un juego consistente en atrapar la sortija, sin manos y sin sortija. ¡Cuánto potrero me faltaba! ¡Era un jugador de terraza! Llegué a confundir a la fibrosa Romi con Láquesis, aquella Moira que cortaba el hilo de la vida. Cada lenguetazo me atravesaba la cefalorraquídea. Imprevistamente comenzó a cabalgarme, pareciéndose a uno de "Los jinetes del asfalto", por cómo aprisionaba mis piernas, simulando los manubrios caprichosos de una Harley. Después se vino más adelante, haciendo posible que pudiese atenazarla. Era King-Kong sosteniendo en la palma de su mano a Jéssica Lange. Un simio que buscaba al padre Karras para que expulse al demonio del cuerpo de esa niña, como lo había hecho con otra en "El exorcista". Sabía que no podía bajarle la guardia porque me dejaría como David a Goliat. Así y todo, por momentos creí sentir el chasquido de la toalla estrellándose contra la lona. En el seis nueve, era emocionante verla, daba para mandarse un close up de su zanjita. En el trajín, apenas por cuestiones geográficas, no pude obviar el chiquitín. Creo que en ese depto todos, hasta esa reproducción del francés Paul Cézanne en el living, sabían que -como el loco Bernao- iba a salir despedido hacia la raya, lo que no se sabía era cuándo. Soltar su chupetín y permanecer en cuatro fue el indicio que necesitaba. Fui a buscar ese centro, abandonando ropa, amigos, familia y casa. En un contrajuego omnímodo e instantáneo, la nami escamoteaba la escarapela de la misma forma en que René Lavand, el maestro de la prestidigitación, nos desafía a descubrir su juego diciéndonos, una y otra vez, como un mantra: "No se puede hacer más lento, señores, no se puede hacer más lento". Y por la lentitud con que transcurría cada minuto hubiese jurado que me había mandado una caja de mezcalina. Lo cierto es que prometía con sus caderas cosas que después no cumplía. Insinuaba rumbos que enseguida cambiaba y descolocaba, en trechos cortos, a hombres que creíamos en sus amagues. Finalmente, para bajar esa bola le pedí prestado el pecho de plastilina al negro Pelé. Yo no sé cómo hacía, pero la de gajo se aplastaba allí como una bocha de helado. Era como si la redonda perdiese toda voluntad de rebote. Parecía hecha en otra escala. Trabajé esa zona un tiempo importante y me fui, con el júbilo con que solían mostrar los gitanos la "marca de las tres rosas", las gotas de sangre en los calzones, corroborando así que la pequeña había llegado virgo al casorio, y que ya entrenaba en otro equipo. Sólo faltaba el murmullo rumoroso de parte de aquellos espectadores que veían cómo, adentro del pañuelo del ilusionista, ya no estaba la paloma.
Lento, este relato se descaminó. Lento el relato, porque yo salí casi cortando clavos. Marqué un número en mi celular y salí, torrando tantas horas que me salió un callo en la nuca.
Cerca,
Mausi.-

P.S.: “Esta tarde cada palabra miró primero en todas direcciones antes de
dejarse escribir por mí”