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[INF] Regreso desde las aguas azules

Hilo del tema

Miércoles 11 de abril de 2007

[size=18:72c79d09e3][b:72c79d09e3]Regreso desde las aguas azules[/b:72c79d09e3][/size:72c79d09e3]

[b:72c79d09e3]Por Alicia Dujovne Ortiz
Para LA NACION
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Paola ya estaba dentro del túnel. Caminaba con una maravillosa ligereza, conducida por alguien que, a sus espaldas, le indicaba por dónde ir. Ella no lo veía, pero sentía la tentación de avanzar hacia donde él le señalaba. A la salida del túnel se abría un paisaje azul, con árboles azules y cascadas cristalinas también azules. Iba llegando al final cuando una amiga suya que venía por un corredor paralelo la tomó fuerte del brazo y le gritó: "¡No, Paola, no vayas por ahí!". A Paola le llamó la atención verla morocha. La había conocido rubia. Pero aceptó su brazo y volvió sobre sus pasos junto con ella. Al despertarse en la cama del hospital, Paola se encontró con su marido, que la miraba dormir. Por llenar el silencio, el marido le dijo con tono casual: "¿Adiviná a quién me acabo de encontrar por la calle? A tu amiga X. ¿Y sabés la novedad? Se tiñó de negro".

Paola llamó a la médica del servicio -estaba internada en el Hospital de Agudos José María Ramos Mejía, con una grave meningitis- y le contó su sueño. "Estás muy mal, Paola -le confirmó la médica-. Acabás de vivir una experiencia de regreso de la muerte." Una experiencia narrada por infinidad de personas a través del mundo. Aunque con una diferencia: en el relato de Paola, a los túneles habituales y a la presencia de un salvador que suele retener al moribundo, se le agregaba la percepción de un hecho de la realidad, muy sencillito -que su amiga se hubiera teñido el pelo-, pero del que Paola se enteró en un estado de conciencia bastante más complicado.

Días después, un malentendido hizo que Paola se enfrentara brutalmente con su diagnóstico sin que mediara ninguna conversación previa. Cada médico del servicio pensaba que el otro se lo había dicho. Ella se fue a su casa con un papel donde decía HIV y lo escondió sin mostrárselo a nadie. "Ni a mi mamá", relata un año después, cuando, gracias al tratamiento antirretroviral recibido en ese hospital Ramos Mejía, ha pasado de una situación cercana al término de toda caminata a un resultado que ella misma me anunció una mañana con acento triunfal: "¡Estoy indetectable!".

Para tratar de entender el sentido de estas palabras la acompañé al Servicio de Inmunocomprometidos del Ramos Mejía, que obró el portento.

-Las cosas con Paola empezaron mal -admite Leonardo Perelis, el joven y enrulado psicólogo del servicio-. Ella podría haberse enojado porque nadie le había explicado claramente que la causa de su meningitis era el HIV. Pero a partir de ahí empezamos a trabajar, y Paola se amigó con las pastillas.

"Amigarse" con las pastillas no es un trámite simple: tomarlas significa vivir más y enfermarse menos. Pero aceptar un diagnóstico que lo divide todo en antes y después y un tratamiento riguroso para toda la vida también implica admitir que nada será como antes. Como la mayoría de los pacientes andan por la treintena, someterse requiere ingerir entre ocho y veinticinco pastillas diarias, a veces con efectos adversos y hasta tóxicos, durante cuarenta o cincuenta años. Por eso resulta indispensable evitarles la carrera de obstáculos que en hospitales no especializados suele obligar a los pacientes a llegar al alba para ponerse en la cola y a esperar meses el día de la cita, a riesgo de que abandonar antes de haberlo intentado.

Marcelo Losso, que creó este servicio en 1994, al regresar de los Estados Unidos, me explica que la particularidad de la unidad del Ramos Mejía que él dirige consiste en ocuparse exclusivamente del sida, en un horario inusual (de 8 a 20), sin necesidad de pedir turno y con tests disponibles de manera inmediata. Su servicio propone, además, varios programas pioneros, entre otros el de la prevención de la transmisión del sida de madre a hijo durante el embarazo, y el de "adherencia".

Paola y su marido me habían repetido esta última palabra hasta el cansancio. Contrariamente a lo que podría pensarse, la adherencia no designa una nueva enfermedad (algo así como un pólipo adherido del que resulte urgente desprenderse). El término proviene de una traducción directa del inglés, utilizado en el sentido de adherirse a la responsabilidad del tratamiento.

Este tratamiento, según el doctor Losso, requiere un "abordaje complejo" que engloba la medicina, la psicología, la farmacia, los servicios sociales. A veces hay que pagarle el tren o el colectivo al que viene una vez por mes a la farmacia del hospital para retirar sus remedios (por supuesto, gratuitos). Otras veces hay que llevar las pastillas a domicilio. Y otras, comenzar por el comienzo, consiguiendo una pieza donde el paciente disponga al menos de una canilla con agua para poder tomarlas. Para eso, el servicio cuenta con el subsidio de un fondo global otorgado por los países desarrollados a los países con recursos intermedios y bajos.

Las ideas de los propios pacientes, que se reúnen cada viernes a transmitirse sus problemas, influyen en el tratamiento. Muchas resoluciones se originan en esas reuniones. Nadie mejor que ellos mismos para saber qué se siente frente a la obligación de tomarse esos benditos remedios a horas determinadas, haciendo cuentas para no olvidarse de uno solo, ritmando la existencia a partir de esas pastillas que curan, pero que también impiden desentenderse ni por un minuto del momento que les torció el rumbo.

El doctor Perelis habla de una "crisis personal" en relación con ese compromiso. "Hay tantas reacciones como pacientes. Algunos vienen a escuchar y a saber. Otros no quieren ni oír hablar. Algunos argumentan falta de tiempo. Para otros, el HIV es apenas un problema más entre los tantos que tienen. A otros, el respeto de un orden estricto les viene bien. Es imposible prever quién va a cumplir y quién no. Acá tenemos a un alcohólico tuberculoso que en cada una de sus salidas se roba cosas y las guarda en una repisa. Nadie entiende por qué, pero él, de sus remedios para el sida, nunca se olvida."

A Paola el rigor terminó por convenirle, como si le encuadrara los días dentro de un marco sólido. Pero no fue así desde el principio. A diferencia de su marido, que, después de rebelarse y tascar el freno, se decidió y soportó los medicamentos corrientes sin un mareo, ella sufría una marcada intolerancia, tanto orgánica como psicológica, agravada por una carga viral extrema. Su tercer médico, el doctor Javier Toibaro, añade que Paola estaba comunicada con el hospital por radiollamado, que tenía un acceso rápido a las consultas personales, pero que su tratamiento falló debido a sus "problemas de adherencia". Fue entonces cuando se le propuso firmar el "protocolo".

Las fantasías ligadas a ese contrato médico de nombre tan solemne le provocaban un resquemor bastante comprensible. Se trataba de experimentar, con el resguardo de un comité de ética avalado por el Ministerio de Salud, una droga que desde hace pocos días está disponible por ley en las farmacias argentinas. Que no se le puede negar a nadie. Que las obras sociales, los seguros médicos o, en su defecto, el Estado deben pagar, pero que un año atrás no estaba aprobada. El marido de Paola me mandó un mensaje inolvidable: "No puedo aguantar la idea de que la última que probó el remedio que le van a dar a Paola haya sido una rata". "Siempre es una rata -le contesté-. Si no fue la última en ensayarlo fue la penúltima". No agregué que Paola tenía poco que perder. Eso ya lo sabíamos.

A Paola no le propusieron una opción, sino decenas de opciones. Ella podía participar voluntariamente en no menos de quince líneas distintas de trabajo. Le explicaron en qué consistía cada una, le confesaron con toda claridad que no podían saber si la droga experimental era mejor que el tratamiento standard, y ella eligió. "El ensayo clínico es una campana de cristal -dice Toibaro-. Estamos atentos al mínimo indicio de intolerancia. Hay visitas más frecuentes que en un seguimiento corriente. Pero los controles de laboratorio son números, y a veces el efecto benéfico excede el del fármaco en sí."

El efecto benéfico logrado por Paola superó todo lo previsible. Los médicos no podían creerlo: al mes de empezar, su carga viral bajó "de modo dramático". Fue entonces cuando se volvió indetectable. Lo que no quiere decir que esté completamente curada (puede seguir transmitiendo el virus a otras personas), pero sí que ese virus presente en su sangre es inferior al mínimo que los laboratorios pueden identificar aplicando sus técnicas cuantitativas. Yo no vi los números, pero la vi a ella. Siempre fue muy flaquita. En un momento dado, llegó a tomar la exquisitez irreal de una modelo anoréxica, con unos ojazos de duende que le comían la cara. Y ahora, de la mañana a la noche, ha comenzado a parecerse a una chica cualquiera, delgada, coqueta, pero con una expresión de firmeza y afirmación que nunca tuvo.

Lo cual no significa que no se desbarranque: cuando sus resultados son halagüeños descuida las pastillas; cuando los médicos le tiran las orejas, vuelve al redil. Sin embargo, pese a los altibajos, en ella y en su marido he podido comprobar una reacción que, como diría Toibaro, "excede la del fármaco". El marido ha conseguido trabajo, ha ingresado en una academia de guitarra, ha comenzado un taller de poesía y ha rendido exámenes del bachillerato para estudiar musicoterapìa en la universidad. Por su parte, Paola, que se ha negado a ocultar su nombre porque "todo esto es parte de mi vida", se ha anotado en una escuela nocturna y se propone estudiar "para arreglar computadoras". Reparación de gente, reparación de máquinas: ¿no será porque los dos resolvieron repararse a sí mismos? ¿Y tomar las riendas de la propia salud no ayudará a impedir que el virus se "replique"? Ante estas preguntas, tres cabezas -las de Losso, Toibaro y Perelis- se movieron de arriba a abajo en forma afirmativa.

Antes de despedirme, el tercero de los nombrados me susurró al oído lo que el doctor Losso, una celebridad internacional, no se autoriza a proclamar con bombo y platillo: que este servicio hospitalario, abierto a todos, ofrece una atención idéntica a la de la clínica neoyorquina más prestigiosa. Además, no existe en el mundo ninguna enfermedad en la que se haya invertido tanto dinero. Hoy, el sida es más curable que varias otras dolencias a las que se viene estudiando desde muchísimo tiempo atrás.

Para no ser menos que la mayoría de los tontos que componemos el grueso de cualquier población, mi última pregunta se refirió a los modos de contagio. "Por vía sexual sin protección, por contacto de sangre con sangre y durante el embarazo, el parto y, especialmente, la lactancia", fue la respuesta. "¿Y los mosquitos?" "El HIV es un virus muy lábil, que en el estómago del insecto se degrada y que con la luz y el calor se vuelve inactivo. Hay gérmenes que aguantan cualquier cosa. Con éste, por suerte, no es así. Si no..."

El bar de enfrente del Hospital Ramos Mejía se llama Quitapenas. Nos fuimos con Paola a tomar un café. Se la veía muy linda, muy contenta y, así me pareció, muy orgullosa. Orgullosa de sus médicos. De Losso, que la acompaña personalmente a hacerse los análisis; de Toibaro, que interrumpió una fiesta de bautismo para ayudarla a internarse; de Perelis, que un día le formuló la pregunta decisiva, la que marcó para ella el comienzo de su curación: "¿Y tu alma, Paola? ¿Cómo está tu alma?". Orgullosa de tener una familia que la sostiene. Y orgullosa de ella misma. Comprendí el que me dijera que esto era parte de su vida, casi como considerándola más suya que ninguna otra. Vale más no enfermarse, qué duda cabe. Pero una vez que ha llegado, ya para instalarse, quizás la enfermedad sirva para entender quién se es, de dónde sacar fuerzas para dejar atrás, por hermoso que sea, cierto paisaje azul.

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11/04/2007 17:19

FELICITACIONES POR EL ARTICULO.

12/04/2007 3:30

Muy bueno y profundo.
carlomagno

12/04/2007 17:42
La información de ésta página esta desactualizada y es una version antigua del foro cuando se encontraba en otro dominio.

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