Gatos literarios

Queridos amigos: En mis búsquedas arqueológicas, he encontrado un bello libro erótico. Se llama "El oficio de Gertrud", es alemán y su autor Hermann Beck. No tengo más datos. Sus páginas están amarillentas, y no tiene fecha de edición. Creo que es interesante, está muy bien escrito, y pienso que sería bueno incluirlo entre las buenas muestras de literatura erótica. Voy a transcribir su comienzo... si a algún gatero o gatera le interesa, seguiré copiándolo en próximos días, a modo de folletín (como se decía antes). Ahí va el comienzo....

1. UNA CHICA MUY DESPIERTA.

Una fina llovizna caía sobre Berlín. Tras la ventana, Gertrud Göhler veía como el otoño doraba de hojas la Friedrich Strasse. Algunos hombres pasaban por las veredas, bajo paraguas lustrosos. Gertrud distraía su soledad en el melancólico escenario cubierto por un cielo de ceniza.

¿Miraban sus ojos azules o estaban perdidos en algún recuerdo?

Tenía pocos años aúmn. Iba a cumplir diecisiete, y más que pensar en su breve pasado, imaginaba lo por venir. Bajo su bata azul, de rodillas en una banqueta frente a la ventana, su figura reflejaba en un espejo las deliciosas formas de una mujer en floración.

Su cabello de tintes casi rojizos, caía lacio y blando sobre los hombros. El suyo era un rostro ante el cual no caben dos opiniones: finamente dibujado, curva la frente, la mirada celeste y brillante, breve y simpática la nariz, los labios suavemente abultados, anhelosos, húmedos, perfectos para el amor. Si acaso algunas pecas agregaban una especie de accidentes agradables alos pómulos jóvenes que irradiaban la calidez de sus arreboles.

Y así como la naturaleza la había vestido de encantos, así también había puesto en sus sentidos, desde edad temprana, precoces impaciencias. "Esta chica va a ser muy despierta", decía en esos días su madre con la preocupación de quien tiene que vigilar un tesoro, porque Gertrud sentía curiosidades prohibidas para la niñez.

Esas inclinaciones afloraron con vivacidad en su conciencia cuando, por una triste jugada del destino, Gertrud supo la desgracia de quedarse huérfana quizás en la etapa en que más necesitaba del amparo familiar.

Después de la muerte de sus padre Gertrud, que aparentaba algunos años más de los que realmente tenía, consiguió empleo y alquiló una habitación a la calle, en un tercer piso de una antigua construcción sobre la Friedrich Sasse.

Ahora estaba ahí, mirando como pasaban algunos hombres bajo sus paraguas brillosos por la llovizna. La verdad es que ella no podía soportar la soledad y la melancolía del atardecer otoñal filtraba en su ánimo el dulce veneno de la ensoñación.

Desde que había entrado como camarera en un restaurante cercano a la estación Potsdam del ferrocarril, Gertrud procuraba conocer algo más que los nombres y los precios de las comidas. Todo en ella tendía a acelerar las etapas que su naturaleza apasionada le estaba reclamando.

Pero algo la decepcionaba. A ese local, donde servía desde hacía dos meses, concurrían casi todos obreros que se encorvaban sobre la sopa o las salchichas, partían grandes pedazos de pan y casi no hablaban entre ellos. Parecían todos iguales, con sus pantalones oscuros, sus remeras y sus camperas oscuras, sus gorras oscuras también. Ninguna mirada de esos hombres la había alcanzado como no fuera para reclamarle una comida.

A veces, al pasar entre las mesas, Gertrud buscaba rozarse con las espaldas o los brazos de su clientela, indiferente a sus encantos. Tenía varias compañeras de trabajo, todas mucho mayores que ella, con quienes apenas conversaba. Su patrón era del sur, exactamente de Baviera. Permanecía junto a la caja registradora, tenía los labios finos y los ojos casi siempre entrecerrados, como si estuviese todo el día haciendo cálculos mentales.

Cuando Gertrud pidióle trabajo, la había estremecido esa mirada, lejana y fría. Pero Gustav Mayer tenía una preocupación excluyente: ganar dinero, y en eso estaba. Ni paseos, ni juego, ni mujeres. A veces, al atardecer, salía a la puerta, miraba durante unos minutos hacia ambos lados de la calle y volvía a entrar al local, ocupado a esa hora por escasos clientes, y cambiaba dos palabras, al pasar, con uno de ellos que iba todas las tardes a extasiarse frente a una botella de cerveza.

Gertrud, durante su horario de camarera, usaba un delantal celeste, muy amplio, de mangas largas, con cuello y puños blancos. El ruedo le llegaba a media pierna. Debía trenzar su largo pelo rojizo y unir las dos trenzas sobre la cabeza, anudándolas en la nuca. Uniforme y peinado le daban un aire familiar, doméstico, a las camareras del restaurante de Gustav Mayer. Y los silenciosos y hoscos clientes que se inclinaban sobre sus platos, no advertían la belleza cálida de esa chiquilina pelirroja llamada Gertrud.

(Continuará) (Si les interesa)